Celos malditos...
Aunque podría quedarme allí, desafiando su incomodidad y arrastrando la mía, prefiero salir antes de que la rabia me ahogue. La sola presencia de ese hombre a su lado me resulta insoportable. Saber que la toca, que la posee y legalmente que ella le pertenece, me revuelve las entrañas.
Él tiene el derecho –ese maldito derecho que da el papel, el altar y el aplauso de todos– de abrazarla, de rozarle la piel, de dormirse junto a ella sin culpa. Yo, en cambio, no soy nadie. Soy apenas un recuerdo que ella guarda en silencio, un deseo que se reprime por lealtad o por miedo, no lo sé.
Lo único que sé es que verlo tan cerca de ella, verla a ella fingir que no me mira, que no me siente, es una tortura que no estoy dispuesto a soportar más. Me voy antes de decir algo que rompa todo. O antes de que mi rostro termine de delatar lo que está gritando mi alma.
—Con su permiso, debo retirarme. —digo con voz firme y segura.
—Pensé que compartiría un momento con nosotros —respondió Felipe Roble