La prisión tenía ese olor inconfundible a desesperanza y resignación.
A vida desperdiciada.
A muerte lenta.
El pasillo de concreto parecía interminable mientras caminaba hacia la sala de visitas. Cada paso resonaba como un eco en mi cabeza, sincronizado con los latidos erráticos de mi corazón.
Santiago no quería que viniera.
Pero tenía que hacerlo.
Tenía que verlo con mis propios ojos.
Tenía que asegurarme de que seguía vivo.
Los guardias me hicieron pasar y me señalaron una mesa al fondo.