El monitor cardíaco emitía un pitido constante y rítmico.
Ese sonido se había vuelto el ancla de mi cordura en las últimas horas.
Porque mientras siguiera escuchándolo, significaba que Santiago Ferrer seguía con vida.
Mi mano aún descansaba sobre la suya, mis dedos aferrándose a él como si mi contacto pudiera mantenerlo aquí, conmigo.
No sé cuántas horas habían pasado desde que llegué al hospital.
Tal vez eran dos.
Tal vez diez.
Tal vez una eternidad.
Pero no me moví.
No me permití cerrar los ojos ni por un segundo.
Porque después de todo lo que habíamos vivido, después de las mentiras, los secretos y las traiciones, la única verdad que realmente importaba era que no podía perderlo.
No lo soportaría.
No lo sobreviviría.
El pitid