La luz de la lámpara proyectaba sombras tenues sobre las paredes de la habitación de Leo, donde el silencio era denso, lleno de pensamientos que se atropellaban unos a otros. Tenía los papeles esparcidos sobre su escritorio: documentos antiguos, fotos borrosas, mapas con marcas hechas a mano. Todo aquello que Gabriel Mendoza le había entregado la noche anterior. Y en medio de esa maraña de tinta y misterio, un nombre que se repetía una y otra vez, casi como una firma fantasma: Julián Del Valle.
Pero él no conocía a ningún Julián.
No era su abuelo. No era su padre. No era alguien de quien Sofía o Santiago hubieran hablado jamás. Y eso lo encendía por dentro. Como una chispa cerca de la pólvora.