Con el corazón desolado, subió las escaleras. Abrió lentamente la puerta de la primera habitación y, sin pensarlo dos veces, decidió que ese sería su santuario. No tenía fuerzas para explorar más, solo deseaba dormir hasta el día siguiente, y esperar que al despertar, todo fuera una pesadilla.
Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, en un club nocturno, Derek se autodestruía a sí mismo. Él, un hombre implacable que no se dejaba vencer, se había rendido ante un simple papel: un contrato matrimonial. El alcohol ardía en su garganta, y la furia en su interior crecía a cada trago.
—Deja de tomar de esa manera tan exagerada. Firmaste un matrimonio, no tu condena de muerte —le dijo Maik.
—¿Cuál es la diferencia? —respondió Derek con amargura, alzando su vaso en un brindis fantasma.
A la mañana siguiente, Derek se despertó a la hora de siempre, pero con la cabeza que amenazaba con explotar. Aturdido, tardó en reconocer el lugar. ¿Cómo había llegado a la cama de su abuela? No tenía ni