En ese momento, escuché una voz que jamás podría olvidar a mis espaldas…
Era una voz que no había escuchado en mucho tiempo. Mi corazón comenzó a acelerarse, y una avalancha de recuerdos y congojas inundaron mi mente.
Aquel muchachito con su camisa blanca, llevándome en su bicicleta camino a la primaria.
El mismo muchachito que adoraba explicarme los problemas de matemáticas que siempre me sacaban de quicio.
Era, él, el muchachito que después ya algo crecidos, sabiendo que estaba en mis días, recorría cielo y tierra por traerme chocolates.
Aún recuerdo aquel día en que anunciaron que me casaría con Mateo Bernard, y él, con los ojos enrojecidos, me preguntó si podía rechazar el matrimonio.
Todos esos recuerdos felices, dulces y melancólicos empezaron a volar en una nube de polvo, disipándose poco a poco.
Mi corazón, finalmente, se fue calmando.
Cuando me giré, allí estaba: Michael Bernard.
Los genes de la familia Bernard realmente eran muy buenos. Tanto Mateo como Michael tenían