—¿No parece que estos me los hice una gata salvaje? —dijo Waylon.
Apenas terminó la frase, se rio un poco. Burlón, pero amenazante.
Molesta, lo miré fijamente.
Quedaba clarísimo: no iba a parar hasta hacerme decir lo que él quería que diga y humillar a Mateo.
Waylon me sonrió, con malicia, y dijo:
—Solo tienes que decirle al señor Bernard si te obligué anoche o no, ¿no te basta con eso?
Mateo no me quitaba esos ojos oscuros de encima. Estaban llenos de rabia, daba miedo de verdad.
Apreté los labios:
—No me obligaste.
—¿Ves? —Waylon le sonrió con descaro a Mateo.
—Ya te lo dije, no la toqué a la fuerza. Es lo que hacen los adultos, ¿no? Tú también sabes cómo se siente desear a alguien.
Mateo no le contestó. Solo me miraba fijo, con una voz bajita, tensa:
—Dime la verdad. ¿Te hizo algo?
Apreté fuerte las manos. No respondí.
Waylon se reclinó en la silla, con esa sonrisa burlona:
—Señorita Cardot, el señor Bernard le está hablando. ¿No va a decir nada?
Murmuré bajito:
—No... el señor Dupu