Cuando vio que me quedé callada un buen rato, la voz de Mateo se puso más baja de repente.
—Aurora, pórtate bien y dime dónde estás —me pidió él—. Acuérdate de que, sea lo que sea, voy a estar contigo. Ahora no estás sola: me tienes a mí, tienes a Embi y a Luki. Todos te queremos. Lo que pase lo vamos a enfrentar juntos, como la familia que somos, ¿sí?
Al escuchar cómo me consolaba con esa voz tan suave, sentí que el corazón se me apachurraba de puro dolor. Incluso después de que desaparecí sin decir nada y de que lo hice preocuparse tanto tiempo, él no me reclamó nada ni me habló enojado. Su bondad y su ternura me hicieron sentir mucha más vergüenza. Nada más de pensar que llevaba en la panza un hijo de Javier, la culpa casi me dejaba sin aire.
—Aurora, me lo prometiste, ¿ya se te olvidó? —volvió a decir Mateo, y en su voz ya se notaba la tristeza.
Apreté con fuerza los labios para aguantarme las ganas de llorar y le respondí:
—Estoy a la orilla del río, al oeste de la ciudad. Te espe