Cuando él dijo esas palabras, parecía sentirse el rey del mundo.
Pero ¿por qué yo alcanzaba a ver en sus ojos un rastro de inquietud y preocupación?
¿Era que incluso ahora que podía volver a sonreír, él seguía sintiendo un miedo profundo?
Era normal. Habíamos pasado por demasiado.
Aunque llevábamos años casados, el tiempo que de verdad habíamos estado bien juntos no había sido mucho.
Me incliné hacia su pecho y abracé su cintura.
Le hablé con firmeza:
—Mateo, no será solo este momento… desde hoy, siempre vamos a ser felices.
Mateo tembló un poco. Bajó la mirada hacia mí, profundo y atento.
—Tienes razón… desde hoy —sonrió.
Entonces dos cabecitas se asomaron.
Subieron a la cama e, imitando mi gesto, rodearon con sus manitas la cintura de su papi.
De camino, yo ya les había explicado que el pecho de Mateo tenía una herida muy seria y no podían tocarlo ahí.
Los dos lo recordaron bien. Lo abrazaron con mucho cuidado, sin rozarle el pecho.
Me conmovió tanto. Los abracé a ellos también.
Y Ma