Ella estaba frente al espejo, llorando con impotencia.
Carlos tenía un paño con hielo y, con mucho cuidado, lo presionaba sobre los moretones de la cara de Camila.
Me quedé paralizada, sin poder creer lo que veía.
¿De verdad todo eso se lo había hecho Mateo?
¿Acaso la había usado como saco de boxeo?
No podía ser.
Mateo, aunque era reservado y de carácter severo, siempre había tenido buena educación.
No era el tipo de hombre que golpeaba a una mujer.
¿O quizá, simplemente, Camila ya había perdido todo privilegio para él?
Mientras pensaba eso, Carlos levantó la vista y me saludó con alegría.
—¡Aurora, llegaste!
—¡Ah! —gritó Camila, y dejó escapar un gemido de dolor.
Por el entusiasmo, Carlos presionó con demasiada fuerza.
Ella lo miró, llorando, y le reclamó entre sollozos:
—¿Por qué te emocionas tanto? Ya sé que ahora en tus ojos solo existe tu hermana. Para ti, yo no soy nada.
—No digas eso, Camila —respondió Carlos, intentando calmarla.
—En mi corazón, tú también eres importante. Perd