La avalancha había convertido el paso en un cementerio de nieve y metal retorcido.
James trabajaba junto a los rescatistas, con las manos ampolladas bajo los guantes mientras golpeaba el hielo.
Su mundo se reducía al ritmo del hacha: levantar, golpear, cavar... cada movimiento, una penitencia.
Los recuerdos lo asaltaban entre golpes: la risa de Sofía amortiguada por la nieve en Vermont, la vez que le dibujó ecuaciones en la palma para explicarle su investigación, sus lágrimas silenciosas en el hospital mientras él estaba con Victoria.
Un rescatista le gritó en alemán, señalando sus guantes ensangrentados. James lo ignoró.
El dolor no era nada comparado con el nudo en el pecho, el miedo de haberla enterrado mucho antes que esta montaña.
El crepúsculo se fundió con la noche. La vista de James se nublaba por el cansancio, los dedos entumecidos bajo las vendas que un médico le había puesto a la fuerza.
Apenas percibió el alboroto cercano hasta que una voz cortó su delirio como un cuchi