Las palabras que James Moretti había ensayado durante el frenético viaje en helicóptero, la excavación desesperada, la espera agonizante, se deshicieron como copos de nieve sobre piel ardiente.
De pie frente a Sofía, en el caótico escenario que dejó la avalancha, lo único que logró salir de su boca fue una disculpa cruda y desgarrada.
—Sofía —empezó, la voz raspada por el frío y el agotamiento—. Lo que pasaste... lo sé. El embarazo... lo sé.
—¡Basta!
Sofía lo interrumpió, la voz tan afilada como hielo glaciar. Una sonrisa frágil, burlona, se dibujó en sus labios.
—¿Viajaste medio mundo, señor Moretti, solo para burlarte de lo estúpida que fui alguna vez? —Sus palabras, afiladas por meses de soledad y dolor, lo cortaron con precisión quirúrgica.
Él se estremeció, y la acusación le golpeó hasta los huesos.
—¡No! Dios, no. Yo... sé cuánto te lastimé. Fue mi culpa, fue toda mi culpa —sus ojos, enrojecidos por treinta horas sin dormir, le suplicaban—. Sofía, por favor. No permitas que este