Annika y Kian se encontraban abrazados, él apoyando su barbilla en el hombro de ella mientras sus brazos la sostenían con firmeza y ella recostada en su pecho sosteniendo en su mano una taza de chocolate caliente.
Observaban en completo silencio la impresionante vista que les ofrecía el ventanal: el mar agitado, la espesa neblina y el cielo gris. En esa época del año, San Francisco, tenía un clima fresco y la temperatura descendía aún más por las noches, por eso se daban calor estando abrazados por más que la calefacción estuviera encendida.
Aquella calma que les brindaba su lugar seguro era inigualable. No existía en el mundo otro lugar al que ellos pudieran escapar y ser tan felices como tener paz y tranquilidad. Además de que, en aquella casa a las orillas de la costa, su relación había iniciado. Allí habían cerrado un trato que los llevó a vivir intensamente un amor que se fue cosechando con suma rapidez y fuertemente. Un amor que aún hervía con intensidad y crecía abismalmente.