Con una mano, sin dejar de sembrar sus caricias en mi cuello, Ahmed abre la puerta de su dormitorio. No niego que llevo conmigo un arsenal de temores y esperanzas. A la vez que deseo lo inevitable, tiemblo porque desconozco cómo reaccionará mi cuerpo luego de haber sido abusado por André.
Siento la presión del colchón bajo mi espalda y los pinchazos intrascendentes de las presillas que han caído de mi trenzado. Mi pelo pugna por ser parte de una fiesta a la que no ha sido invitado. Se escapa sin permiso y danza entre los dedos de mi amado.
Es entonces cuando sus labios se detienen en los míos y me invitan a reciprocarle con sutileza y sin presiones. Extasiada por sus caricias, abandono mis aprensiones. Cedo ante su lenta invasión y, con ansias crecientes, entreabro la boca para recibir una lengua potente y voluptuosa. La emoción agolpa la sangre en mis mejillas, las colorea de rojo encendido, de ilusiones insospechadas, de frenesí y de sueños resoñados.
Los dedos de Ahmed incursiona