—Señorita Valdés, por favor.
Elías extendió una mano hacia ella.
Sofía Valdés miró el plato frente a sí: un corte T-bone apenas sellado, con la sangre todavía escurriendo. El simple olor le revolvió el estómago.
—Señor Casanova, no tengo hambre.
La verdad era más simple: no necesitaba cenar.
Salvo en contadas ocasiones de compromiso, de noche nunca quería probar bocado.
Elías se acomodó en la silla de enfrente. Sus dedos largos y huesudos descansaban sobre la mesa, jugando con la copa de vino.
—¿Sabes cuál fue el destino del último que intentó leerme la mente?
Sofía guardó silencio.
—No me gusta que me descifren —continuó él—. No soporto a los listillos. No te maté; preferí hacer un trato contigo. Deberías considerarlo un privilegio, señorita Valdés.
—Entonces… le agradezco muchísimo.
El sarcasmo le salió seco. No podía sonreír, ni un poco.
Ella había querido empujar a Elías a colaborar con Mariana García. ¿Y qué hizo él? Arrastrarla consigo a su barco de piratas.
¿Qué demonios veía en