El frío de la noche calaba mis huesos, pero no era nada comparado con la sensación helada que se extendía dentro de mí mientras la observaba. Valeria estaba allí, con la barbilla en alto, como si no hubiera hecho nada, como si no acababa de cruzar una línea de la que no había retorno. Su arrogancia seguía intacta, incluso cuando mi mirada la atravesaba como una daga afilada.
Inhalé profundamente. La rabia me quemaba la garganta, tensaba mis músculos, instándome a hacer algo que luego lamentaría. Mantener la calma no era fácil.
— ¿Vas a hablar o tendré que hacer esto más difícil? —mi voz salió baja, controlada, pero cada palabra llevaba el filo de una amenaza latente.
Ella soltó una risa seca, una burla descarada que solo avivó la furia dentro de mí. Ladeó la cabeza, con esa expresión de falsa inocencia que conocía demasiado bien.
—Santiago, amor, ¿en serio crees que esto es necesario? —su tono era meloso, casi condescendiente—. Solo cometí un pequeño error… lo hice porque últimamente