Esa noche, Máximo por fin regresó a casa. Apareció en el umbral tambaleándose, con el aliento cargado por el hedor del alcohol barato y todo su cuerpo impregnado del inconfundible aroma de Olivia: jazmín nocturno, almizcle blanco y un leve rastro de hoja plateada, un perfume conocido por sus efectos afrodisíacos. Bastaba con olerlo para imaginar la escena ardiente que acababa de tener con su madrastra.
Apenas cruzó la puerta y me vio sentada en el sofá leyendo, se acercó con una sonrisa y los brazos abiertos, como si no hubiese ocurrido nada. Pero, esta vez, sin alterarme, lo detuve, apartándolo con firmeza.
—Máximo, por favor, ve a ducharte —dije con frialdad, mirando las marcas de besos en su cuello, las cuales él cubrió instintivamente con la mano.
—Perdón, Evelyn —murmuró—. Aunque no importa. Olivia ya está embarazada, así que ponto podrás estar conmigo como mi pareja oficial —añadió, como si eso pudiera cerrar la herida abierta en mi corazón.
Cerré los ojos y respiré hondo, obligándome a tragarme el dolor.
—Máximo, no quiero el título de Luna. Lo único que anhelo es que podamos estar juntos de verdad... como una familia unida.
Guardó silencio por unos segundos, luego se sentó a mi lado y me abrazó con desgano.
—Evelyn, tú eres la mujer a la que amo. Te lo prometo, en cuanto nazca el heredero, terminaré todo con Olivia y te convertiré en mi Luna, ¿sí?
Sus palabras lograron conmoverme por un instante, pero la imagen lo que él hacía con Olivia volvió a mi mente, trayendo de regreso mi rabia.
—Primero, ve a ducharte —susurré mientras me soltaba suavemente de sus brazos y volvía a mi habitación.
Sin notar mi decepción, él dijo con naturalidad:
—No te preocupes, Evelyn. Voy a esforzarme por pasar más tiempo contigo, Olivia lo entiende... y quiere que estemos juntos más tiempo.
No respondí, sino que le di la espalda. ¡Qué ridículo...! Incluso siendo su pareja, necesitaba la aprobación de otra mujer para poder tenerlo cerca. Me sentí como una amante escondida, un estorbo en la relación de la Luna legítima y el Alfa.
Justo en ese momento, la criada de Olivia irrumpió sin tocar.
—¡La Luna Olivia se ha desmayado!
—Voy enseguida, llama al médico —respondió Máximo, levantándose de inmediato. Y, casi como si se tratara de un comentario sin importancia, añadió—: Qué raro… estaba perfectamente bien después de que… bueno, después de estar conmigo. Incluso la ayudé a bañarse…
Finalmente, se detuvo, consciente de lo que acababa de decir.
—Perdóname, Evelyn... Olivia está embarazada y me necesita cerca.
Sin embargo, tras soltar esto, se dirigió hacia la puerta, sin esperar mi reacción.
Nuestra hija asomó la cabeza desde su habitación.
—Papá, ¿a dónde vas?
Él, ya con el abrigo en la mano, se volvió a mirarnos.
Cerré los puños con fuerza, con las uñas hundiéndose en mis palmas.
—Máximo, acabas de llegar. ¿No puedes quedarte con nosotras aunque sea un rato?
Vaciló un segundo, pero enseguida negó con la cabeza, como apartando la idea.
—Espérenme, no tardaré. Mi padre ya no está y mi madrastra me necesita... Olivia tiene miedo de quedarse sola. Tengo que estar ahí.
Dicho esto, se fue, sin mirar atrás.
Cuando la puerta se cerró con fuerza, sentí que algo dentro de mí se rompía por completo.
Nuestra hija se me acercó en silencio.
—Mamá... ¿papá se fue otra vez con esa señora? ¿Tú no eres su pareja? ¿Por qué duerme todas las noches con otra mujer? ¿No es su mamá? ¿Cómo pueden dormir juntos?
Me agaché, la abracé y forzando una sonrisa, abrí la boca... pero no supe qué decir. No había forma de explicarle algo tan vergonzoso. En lugar de contestar, cambié de tema. Jugamos, le conté historias... y la distraje hasta que se quedó dormida.
Pero, al acostarme, no pude pegar ojo, ya que mi mente estaba llena de pensamientos confusos y amargos.
Años atrás, había renunciado a mi derecho de heredar el liderazgo de la Manada Luna de Sangre en América del Norte, por seguir a Máximo.
Mi familia lo consideraba indigno de mí, aun así, lo elegí. Hui con él hasta su tierra natal, a la Manada Fantasma. Creyendo, con ingenuidad, que por fin seríamos felices.
Pero, apenas llegamos, su padre murió, y el Rey Alfa le impuso una condición: solo podría convertirse en Alfa si embarazaba a Olivia, su madrastra.
Así comenzó a acostarse con otra mujer, una y otra vez. Cada vez que regresaba a casa, su cuerpo estaba marcado con el aroma de Olivia, fuerte y cortante como cuchillas. Y, cada vez, repetía las mismas promesas vacías:
—Evelyn, aguanta un poco más. Ya casi termina.
—Cuando sea Alfa, te daré todo.
Diez años de amor... habían quedado reducidos a promesas rotas.
Ya no podía más. Cerré los ojos y activé el lazo con mi manada. Al instante sentí la conexión de los míos, allá a lo lejos, en América del Norte… me llamaban a casa.
—¿Evelyn? ¿Eres tú? Hija, ¿dónde estás?
—Vuelve, hija mía. Te extrañamos tanto...
—Sí... —murmuré, con lágrimas en los ojos.
Era momento de partir.
Por mi hija…
Y por mí.