El viejo convento se alzaba como un eco del pasado entre los árboles que el tiempo no había logrado devorar del todo. La piedra seguía firme, aunque desgastada. El musgo cubría parte de las paredes, y el silencio era tan denso que cada paso sobre el suelo polvoriento se sentía como una ruptura en la quietud sagrada.
Nadie había vivido allí en años.
Cuando Calia cruzó la puerta principal, lo supo de inmediato. El olor a humedad, madera vieja y ceniza de candelabros apagados hablaban de un lugar detenido en el tiempo, pero era seguro. Era lo que necesitaban.
—Aquí estaremos bien —dijo con tono firme, mientras acariciaba su vientre por instinto—. Por ahora.
Darren y Asher no perdieron tiempo, con la carreta estacionada junto a los muros laterales, ambos transformaron de nuevo a su forma humana y, con un esfuerzo conjunto, bajaron el enorme cuerpo lobuno de Aleckey. Lo movieron con cuidado, sosteniéndolo por las patas delanteras y traseras, como si transportaran una reliquia viva.
El acce