Lana Glower
Las rutilantes llamas que amenazan con devorar vivo a Connor se desvanecen en un instante, como si nunca hubieran existido. La confusión se instala a mi alrededor como una neblina densa. Siento mi garganta desgarrada desde dentro, como si miles de espinas emergieran de mí. A lo lejos —y cada vez más cerca— los gritos de los licántropos rasgan el aire. Maldicen entre alaridos mientras su piel comienza a arder, abrasada por una fuerza invisible.
—¿Qué demonios eres tú? —me escupe el hombre que hasta hace un segundo me sujetaba del brazo con una fuerza monstruosa.
No tengo respuesta. No porque me niegue a hablar, sino porque algo dentro de mí me lo impide. Las palabras se ahogan antes de nacer.
—Hice una pregunta. ¿Qué demonios eres, engendro?
Me llama "engendro". Qué ironía viniendo de alguien que cambia de forma a voluntad, que viste una piel que no le pertenece, con garras por manos y colmillos por lengua.
Una sonrisa se dibuja en mis labios, pero algo en ella no me perten