El ascensor descendió lento, como si la gravedad también sospechara. Gilberto miró su reflejo en las puertas metálicas. Ojeras. Palidez. Un tic nervioso en la comisura de la boca. No solo buscaba una copia de seguridad, sino que también una línea de rastreo, un nombre, un rastro bancario que demostrara que el dinero fue cobrado por Fernando y Valeria en cuentas asociadas a empresas pantalla.
La adrenalina lo mantenía enfocado, la amenaza era real. Fernando ya lo había citado en su despacho más de una vez para “charlas informales”. La última vez le dijo:
—¿Sabes, Gilberto? A veces me pregunto por qué sigues viniendo a trabajar. —Fernando se inclinó hacia él, con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. Si fuera tú, estaría cuidando a mi esposa enferma, debes replantearte tus prioridades.
—No todos podemos darnos el privilegio de dejar de trabajar, Fernando —le había respondido, tenso.
—Claro. Pero también está la otra opción… asegurar el futuro. Con nuestra ayuda, claro. Siempre hemos si