El motor seguía vibrando cuando Ethan detuvo el coche frente a su casa. Sus dedos apretaban el volante con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos, y el pulso en sus muñecas retumbaba con cada latido. El silencio que lo rodeaba era brutal, como si el mundo entero se hubiera desvanecido. No podía concentrarse, no podía pensar. Sólo había una urgencia en su mente: bajar del coche y llegar hasta Adrián.
En cuanto empujó la puerta, un grito desgarrador perforó el aire, un grito que se clavó en su pecho como una daga afilada.
—¡PAPAAAAA!
Era la voz de Adrián. La misma voz que solía ser dulce y llena de risas, ahora quebrada, llena de desesperación y miedo. El sonido era tan penetrante que el cuerpo de Ethan se tensó de inmediato. Corrió hacia la entrada sin pensar, sin dudar. Su respiración era errática, con su mente nublada por el pánico, pero sus pies avanzaban, guiados por una única verdad: tenía que llegar a su hijo, a toda costa.
Adrián estaba allí, en la entrada, forcejeando