El amanecer irrumpió sobre Nueva York como un ladrón sigiloso, pintando el cielo con pinceladas de naranja y rosa. Pero la belleza del alba no lograba penetrar el oscuro laberinto de mis pensamientos. La noche anterior había dejado una resaca de desconfianza y arrepentimiento, un sabor amargo que se aferraba a mi paladar como el peor de los venenos.
Me levanté de la cama con un movimiento lento y doloroso, sintiendo cada músculo de mi cuerpo protestar por el esfuerzo. El eco de las palabras de Zara resonaba en mi cabeza, martillando mi conciencia con la brutalidad de un verdugo. "Eres el asesino de mi padre. Nunca podré perdonarte".
Me dirigí al balcón, buscando un respiro en la brisa marina. El aire salado acarició mi rostro, pero no logró aliviar la opresión que sentía en el pecho. La ciudad despertaba lentamente, ajena a la tormenta que se desataba en mi interior. Los pescadores se preparaban para zarpar, los vendedores ambulantes comenzaban a montar sus puestos, los turistas se a