El humo del tabaco, espeso y amargo, se arremolinaba en el aire, un sudario que envolvía las promesas rotas y las verdades ocultas en el salón privado. Dimitri, con la mirada vidriosa y la voz pastosa por el licor, vociferaba sobre las ventajas logísticas de los puertos griegos, su codicia pintada en cada gesto. Pero mi mente, en un acto de traición consciente, se aferraba a la imagen de Zara, a la frialdad calculadora en sus ojos, al eco de sus palabras en griego antiguo, un idioma que ahora sonaba como un lamento fúnebre en mi alma.
_Basta,_ interrumpí, mi voz un corte glacial en la atmósfera cargada. Deslicé la carpeta de cuero, pesada con secretos y mentiras, hacia el centro de la mesa. El sonido resonó como un presagio, un recordatorio de que cada decisión en este mundo tenía un precio sangriento. Hablemos de lo que realmente importa: garantías.
Salvatore, con su sonrisa de depredador paciente, asintió lentamente. Siempre directo al grano, Alejandro. Admiro la eficiencia. Sus oj