Cuando Nadia abrió la puerta de la casa, lo primero que percibió fue una atmósfera pesada. El silencio no era completo: había voces apagadas, susurros llenos de reproche, y al fondo, sollozos. Avanzó unos pasos, con el corazón apretado por la curiosidad y el presentimiento, y al asomarse a la sala, se encontró con una escena incómoda.
Indira estaba sentada en el sofá, con los ojos hinchados y rojos, y el maquillaje corrido por las lágrimas. Apretaba un pañuelo en la mano con fuerza, como si con eso pudiera contener el dolor que claramente la desbordaba. Tenía la espalda encorvada y un temblor constante en los labios mientras hablaba.
—No puedo creer —decía entre lágrimas— cómo Elian fue capaz de decir esas cosas de mí, de insultarme de esa manera. Me trata como si fuera una loca cada vez que no puede controlar la situación, como si yo fuera el problema. ¡Pero él…! ¡Él no es ningún santo! Tiene tanto o más que callar que yo, pero claro… es más fácil hacerme pasar por inestable que asum