Los siguientes días fueron pacíficos, tranquilos. Bueno, no siempre. A veces (para no decir todos los días) hacíamos cosas para nada pacíficas. Con nuestras manos y bocas. Queríamos más, parecíamos unos avariciosos insaciables, pero no podíamos ir más lejos por mi estado de salud.
Lo veía contenerse y yo no quería eso, quería recibir todo lo que era capaz de darme y mi cuerpo reaccionó explícitamente a eso, rodeándolo con mis muslos e invitándolo a tomarme. Yo carecía de algo que él no: autocontrol.
Recuerdo lo que me dijo:
―Esperé por ti diez años, puedo aguantar unas semanas.
.....
―Hola, esposa ―dijo, besándome en la boca.
Actuaba como si no nos hubiéramos visto hace media hora. Y también me había besado, de nuevo. Hizo lo mismo hace una hora, hace