El día había amanecido con un cielo tan azul que parecía una promesa. La brisa cálida del mar se colaba entre los cipreses y las bugambilias, cargada del aroma a romero y azahar que impregnaba los jardines de la Villa Bellandi. Pero bajo esa belleza, latía algo más. Una tensión invisible. Un susurro en los pasillos. Porque aunque ese día se celebraba una boda, hacía apenas veinticuatro horas que se había enterrado a un soldado. Y la tierra aún no se había secado.
Desde el desván de piedra en lo alto de la mansión, Dante Bellandi observaba el bullicio silencioso de la preparación. Tenía las manos cruzadas a la espalda, vestido con una camisa blanca impecable, los primeros botones abiertos y el chaleco colgando de su hombro como si aún no decidiera si debía terminar de vestirse... o salir a cazar fantasmas.
Desde allí lo veí