El cielo de Calabria ardía en tonos rojizos y púrpura, como si el mismo firmamento llorara en silencio la pérdida de un hijo que fue enterrado demasiado pronto.
Tal como Dante había ordenado, el entierro se realizó al final de la tarde, sin ceremonia religiosa ni grandes discursos. Solo tierra, piedras, y una lápida sencilla con el nombre Enrico Savastano, la fecha, y una inscripción breve que él mismo eligió:
“Leale fino alla fine”. (Leal hasta la muerte)
Su madre fue la única que lloró. Se arrodilló junto a la tumba y sus dedos apretaron la tierra aún fresca mientras su llanto partía el aire como un cristal roto. Los hombres del clan, reunidos en semicírculo, observaban en un silencio fúnebre y cargado. Ninguno lloró. No porque no les doliera, sino porque en ese mundo, las lágrimas eran un lujo que solo las mujeres podían permitirse.
En sus ojos solo había fuego.
Rabia.
Dolor.
Sed de venganz