Mundo de ficçãoIniciar sessãoFinalmente, él se gira hacia la clase y dice con absoluta calma:
—Esto es lo que quiero ver. Pensamiento crítico. No aceptar todo lo que leen, sino cuestionarlo. Emma tiene razón cuando dice que el posmodernismo puede ser autoindulgente. Pero la teoría también tiene valor al desafiarnos a repensar la verdad y el significado.
¿Acaba de decir que yo tenía razón?
¿El profesor Adrian Cross… dijo eso en voz alta?
El resto del seminario pasa como si alguien hubiese presionado fast-forward. Discusión tras discusión, él desarma cada argumento con precisión quirúrgica. Nos empuja, nos incomoda, casi nos obliga a pensar más de lo que queremos. Para cuando el reloj marca las once, siento que mi cerebro es puré.
Los demás comienzan a recoger sus cosas, pero entonces su voz se eleva sobre el ruido:
—Emma, quédate un minuto. Necesitamos hablar de tu avance de tesis.
Perfecto. La sentencia ha sido pronunciada.
Todos salen del aula, y el silencio cae de golpe. Ahora somos él y yo. Adrian está recargado en su escritorio, con los brazos cruzados, mirándome con esos ojos grises que parecen ver demasiado.
Camino hacia él con el portátil apretado contra mi pecho como si fuera un escudo.
—¿Qué pasa con mi tesis? —pregunto.
Toma un montón de hojas. Mi capítulo impreso… y destruido por su bolígrafo rojo.
—Tu último capítulo. Siéntate.
No es una sugerencia. Me siento en la silla más cercana. Él camina hacia mí y se coloca a mi lado, demasiado cerca como para respirar normal. Siempre hace eso. Como si la distancia personal fuera un concepto opcional, o solo inexistente para él cuando se trata de mí.
Se inclina sobre mi hombro para señalar un párrafo. Su fragancia me envuelve: limpia, masculina, un toque de café y algo oscuro que solo puedo describir como él. Me dan ganas de cerrar los ojos, lo cual es ridículamente inapropiado.
—Este argumento —dice, su voz baja, casi íntima—. Te quedas corta. Rozas la crítica feminista del texto pero no te atreves a profundizar. ¿Por qué?
—No quería ser demasiado agresiva con la interpretación —murmuro.
Él se endereza y me mira desde arriba, con las cejas ligeramente levantadas.
—¿Demasiado agresiva?
Su risa suave, apenas un exhalar, me recorre como corriente.
—Emma, acabas de llamar “estupidez pretenciosa” a un ensayo en mi clase. Creer que temes ser agresiva no tiene sentido. Si estás frenándote, no es por miedo. ¿Entonces por qué?
Siento mi orgullo elevarse como un gato erizado.
—Quizás porque cada vez que tomo una posición fuerte, tú la destrozas.
—Yo destrozo argumentos débiles —corrige, sin perderme de vista—. Cuando sostienes un punto con convicción y evidencia, no tengo nada que señalar. Eres mucho mejor que lo que entregaste. Ya te he visto pensar con claridad.
Esos últimos segundos… casi parecen un cumplido. De los que él jamás reparte.
Mi pecho se aprieta.
—¿Quieres que reescriba el capítulo? —pregunto.
—Quiero que escribas lo que realmente piensas. No lo que crees que yo quiero leer. —Deja las hojas sobre la mesa—. Tienes talento, Emma. No lo desperdicies intentando complacer.
Hay un chispazo entre nuestras miradas. Algo que sé que está mal. Algo que él sabe que está mal. Y aun así, ninguno de los dos mira hacia otro lado.
Me pongo de pie de golpe. Necesito aire.
—Bien. Lo reescribiré.
—Perfecto. —Tampoco se aparta, así que quedamos frente a frente—. Mis horas de oficina son el miércoles por la tarde, por si quieres revisarlo conmigo.
—Sé cuándo son tus horas de oficina.
Él sonríe, apenas. Un gesto casi imperceptible.
—¿Ah, sí?
Ese tono… como si estuviera insinuando algo. Como si fuera un reto.
Me trago mil respuestas inapropiadas.
—Tengo que irme —miento, recogiendo mi portátil con manos torpes—. Tengo otra clase.
No la tengo. Pero necesito huir antes de que esta tensión haga estragos en mi buen juicio.
Cuando llego a la puerta, él me llama:
—Emma.
Me giro.
—Buen trabajo hoy. En el seminario. Cuestionaste el texto. Eso es lo que quiero ver.
La frase se queda suspendida en el aire como humo caliente. No respondo. Solo salgo.
En el pasillo, me apoyo contra la pared y dejo escapar un suspiro tembloroso.
¿Qué demonios fue eso?
Mi teléfono vibra. A.H.
A.H.: ¿Sobreviviste al seminario?
Casi suelto una carcajada.
Yo: Apenas. Llamé pretencioso a un autor enfrente de todos.
A.H.: Orgulloso de ti. ¿Y tu profesor? ¿Te regañó?
Yo: No. Me dijo que tenía razón. Y que mi tesis es muy suave.
A.H.: Creo que ve tu potencial. No suena tan terrible.
Me río. Él siempre encuentra la forma de suavizar todo.
Yo: Eres demasiado amable con tu interpretación de él.
A.H.: O tal vez creo que eres más brillante de lo que tú misma crees. Confía en tu instinto, E.
Su mensaje hace que mi pecho se caliente un poco.
Me dirijo al café del campus y me compro otro iced coffee que no necesito. Me siento cerca de la ventana, abro mi portátil y observo la masacre roja sobre mi capítulo.
Él tiene razón. Me contuve. Quise sonar “académica”. Quise sonar… correcta.
Qué aburrido.
Abro un documento nuevo y empiezo desde cero. Esta vez, sin miedo. Sin suavizar. Dejo que mi lectura feminista sea feroz, directa, contundente. Cuestiono interpretaciones clásicas, rompo estructuras, cito a autoras que rara vez aparecen en los programas tradicionales.
Y se siente jodidamente liberador.
Mi teléfono vuelve a vibrar.
A.H.: Pregunta aleatoria: ¿qué es lo más rebelde que has hecho?
Sonrío.
Yo: A los 16, me escapé para ir a un concierto de punk. Mis padres me descubrieron a las 3 AM. Un mes castigada. Valió la pena.
A.H.: Respeto máximo. ¿Qué banda?
Se lo digo. Él responde:
A.H.: Me encanta. Todos necesitamos una fase rebelde.
Yo: ¿Y tú?
La respuesta tarda.
A.H.: Yo era demasiado “correcto”. Escuela, universidad, expectativas. Pero creo que nunca es tarde para romper un par de reglas.
Ese mensaje… tiene algo escondido.
Yo: ¿Qué reglas quieres romper?
Silencio. Larguísimo.
A.H.: Las que me impiden ir detrás de lo que realmente quiero.
Mi corazón se acelera como si hubiera leído algo prohibido.
Yo: Qué críptico.
A.H.: *Lo sé. Olvídalo. Hablé demasiado. *
Yo: No. Ahora quiero saberlo.
Otro silencio.
A.H.: Te lo diré algún día. Cuando sea más valiente.
Cierro el chat sin saber qué sentir.
Entonces Sophie aparece, directa a mi mesa.
—¡Cuenta TODO! —se sienta sin pedir permiso—. ¿Te volvió a mirar demasiado?
—No me mira demasiado.
—Emma… todos lo hemos notado. Te mira como si fueras una ecuación que quiere resolver.
Resoplo.
—Estás delirando.
—Para nada. Michael me contó que hoy te dijo que tenías razón. ¿TÚ? ¿ÉL? Eso es histórico.
—Fue un comentario neutro.
—Para Cross, eso es básicamente un poema de amor.
Le lanzo una servilleta. Se ríe. Luego mira mi pantalla.
—¿Y A.H.? ¿Sigue escribiéndote cada cinco minutos?
—No es cada cinco minutos.
—Tres días hablando sin parar… Emma, estás perdida.
Me pongo colorada. Y Sophie sonríe como si hubiera ganado una apuesta.
Pasamos una hora en silencio —bueno, ella trabaja, yo finjo—. Pero mi mente vuelve una y otra vez a la misma imagen:
Adrian, inclinado sobre mí.
Su voz grave.
Ese “quiero ver más de ti”.
Y el problema es que… me gusta. Me gusta demasiado.
Mi teléfono vibra de nuevo:
A.H.: ¿Sigues escribiendo?
Yo: Sí. Estoy reescribiendo todo. Sin frenos.
A.H.: Bien. El mundo necesita más mujeres que no pidan permiso para ocupar espacio.
Sonrío como idiota.
Sophie me mira de reojo.
—Es oficial. Te enamoraste.
—Cállate.
Pero no la corrijo.
Porque tal vez… es verdad.