Después de colgar la llamada, caminé sola por la montaña hasta llegar a nuestra casa. La oscuridad me envolvía, pero me importaba poco, y, una vez llegué, fui directamente a ver a la abuela de Félix. Ella y mi abuela habían sido amigas desde jóvenes, compañeras en el mismo ballet, y su amistad se había mantenido intacta a pesar de los años.
Cuando tenía ocho años, me diagnosticaron una grave enfermedad cardíaca. La familia Valentino, dueña de uno de los hospitales más exclusivos del norte de Chicago, me había enviado allí para recibir tratamiento. Los padres de Félix siempre me trataron como si fuera su propia hija, y su abuela había sido quien me había enseñado las costumbres y la sabiduría de su familia, llegando incluso a sugerir que yo sería la futura dueña el apellido. Sin embargo, esa historia acababa de desmoronarse esa misma noche.
Una vez frente a la anciana, me incliné ligeramente hacia ella y, en voz baja, le susurré:
—Abuela, me voy.
Ella me miró con los ojos llenos de ternura, con una expresión que era una mezcla de amor y resignación.
—Niña, has sufrido mucho.
Suspiró profundamente, guardó silencio por un momento, y luego, con un gesto lento y cuidadoso, sacó de su manga un anillo con una esmeralda incrustada, el cual deslizó con suavidad sobre mi dedo anular.
—Llévalo, Sylvie. No importa a dónde vayas, siempre serás parte de la familia Valentino.
Miré el anillo en mis manos, sintiendo una mezcla de tristeza, resignación y una sensación de vacío que no podía describir.
Félix pasó otra noche fuera.
A las cuatro de la madrugada, mi celular se iluminó con un mensaje de Lilian:
«Mi querido, gracias por acompañarme a ver las estrellas fugaces y pedir un deseo. Eres mi razón para seguir viviendo.»
Adjunta había una foto: bajo la luz tenue de la noche, una estrella fugaz cruzaba el cielo. Félix y Lilian, abrazados, sonreían a la cámara, entrelazando los dedos y haciendo el gesto de pedir un deseo.
El pie de foto decía:
«Que se haga realidad.»
Pero, poco después, el mensaje fue borrado. Acto seguido, llegó una nueva notificación, una excusa que intentaba tapar lo obvio:
«Perdón, Sylvie, mandé esto por error. Félix dijo que la foto tenía mucho significado y que quería que se la enviara. No te molesta, ¿verdad?»
No respondí. Ni siquiera me tomé el tiempo para mirar la foto con detenimiento, sino que simplemente apagué el celular. Y, esa noche, empaqué mis cosas en silencio, preparándolo todo.
Al día siguiente, al mediodía, Félix volvió a casa.
—Sylvie, anoche la situación de Lilian estaba muy mal, así que tuve que quedarme con ella —dijo mientras me entregaba una caja cuidadosamente envuelta, como si con ese gesto pudiera redimirse—. Cariño, esto es para ti. Es el regalo que preparé para nuestro aniversario. Siempre supe que querías una.
Abrí la caja, y dentro, brillaba un collar de diamantes de Harry Winston. Deslumbrante. Pero, al instante, lo reconocí. Lilian tenía uno igual, solo que el suyo era mucho más caro, con diamantes rosados.
El peso de la realidad fue inmediato. Y por un instante, no supe si el brillo del collar era más intenso que el vacío que sentía por dentro.
Félix, al ver que no mostraba ni una pizca de alegría, empezó a incomodarse.
—Sylvie, ¿no te gusta? ¿O es que te molesta?
Negué con la cabeza, fingiendo una sonrisa y, con voz plana, sin emoción, respondí:
—Lilian está mal, y tienes que cuidarla. Eso es lo importante ahora.
Félix suspiró, y, por un momento, su cara mostró un destello de ternura.
—Me alegra que lo entiendas. Después de todo, tenemos un largo camino por recorrer juntos... pero Lilian no tiene mucho tiempo. Y aún tiene muchos deseos por cumplir...
Se detuvo a mitad de la frase, y sus ojos se enrojecieron un poco.
—Si te preocupa tanto, quédate con ella —repuse en voz baja, mirándolo de manera directa y manteniendo mi sonrisa forzada—. No me molesta, después de todo, ella está a punto de fallecer. —Me acerqué a él, y, sin cambiar mi expresión, añadí—: Pero no te pases los días en su tumba cuando se muera. Yo no pienso pasar el resto de mi vida esperándote.
Con eso, me di la vuelta para irme, pero Félix reaccionó con rapidez, tomándome con fuerza de la muñeca.
—Sylvie, ¿qué acabas de decir?