Enrique fulminaba con la mirada a su hijo, con una expresión que no podía describirse con facilidad.
Detrás de él, acompañándolo junto con Aurelio y los guardaespaldas, estaba Leona con una expresión sombría.
En realidad, Leona no quería acercarse por nada del mundo a ver a Ema. Desde el día de la carrera de caballos hasta ahora, no había salido de Villa Mar.
Ema, su hija biológica, le había avergonzado por completo.
Esos días, no se atrevía a mirar el teléfono ni a encender el televisor. Cada vez que miraba el teléfono, veía mensajes que insinuaban y se burlaban de Ema.
Había bloqueado a todas esas damas elegantes de la alta sociedad de la ciudad de México. Sin embargo, en todas partes, madre e hija eran objeto de cotilleo:
—Pobre Elena, ¿Enrique probablemente no ha tenido relaciones con ella en mucho tiempo? ¿Quién se masturbaría tan desesperadamente?
—¿Qué tiene que ver envejecer con esto? Elena consume drogas y hasta se orina encima. Si fuera Enrique, tampoco la querría.
—Lo más la