Aquel cruce de miradas resultó tan embarazoso para Miranda como el bochornoso episodio de hacía unas horas, cuando Guillermo la había pillado cantando a todo pulmón en la tina.
Guillermo pareció adivinarle el pensamiento, porque de pronto preguntó:
—¿Por qué me miras así, diosa que a todos hipnotiza?
Al pronunciar esas palabras, diosa que a todos hipnotiza, su tono fue neutro, pero con pausas casi imperceptibles entre cada una, como si estuviera recitando un poema antiguo; solo que aquella torpe declamación encerraba un matiz de humillación sutil, apenas velado.
Miranda tardó en reaccionar, sin saber qué contestar.
Él, con una paciencia que ella no entendía de dónde sacaba, añadió:
—¿O me equivoqué de título? Quizá prefieras diosa que te hace caer rendido a sus pies.
—…
Definitivamente, pecaba de ingenua al fantasear con que un cretino de lengua viperina y fachada impecable como él pudiera sentir siquiera un instante de melancolía por complejos asuntos familiares.
Se enderezó y, con