Los ruidos de afuera fueron desapareciendo poco a poco, pero él ni siquiera me contestó. El tiempo pasaba lento, y cuando ya estaba perdiendo las esperanzas, la puerta se abrió con un chirrido.
Pero quien estaba frente a mí no era Sebastián, sino Sofía con una expresión compleja. Me entregó mi maleta perfectamente ordenada junto con mi celular que se había caído al suelo.
—Creí que era puro teatro, pero no sabía que de verdad te querías ir.
Nunca pensé que terminaría agradeciéndole justo a mi antigua rival. Si no hubiera sido por ella, seguramente me habrían tenido encerrada aquí hasta el día de la boda.
Miré la sala y estaba completamente vacía, ni rastro de Sebastián. Solo quedaba la comida caliente sobre la mesa; al parecer la había mandado a ella para que me trajera de comer.
Al ver esto, suspiré aliviada y me dirigí hacia la puerta con mi maleta y el celular.
Al pasar junto a Sofía, me detuve un instante: —Gracias.
Sofía se burló: —¿Por qué? Me haces un favor yéndote. ¿Sabes qué? Estoy embarazada.
Me quedé paralizada por un momento. La vi sacar su celular y mostrarme una foto de los resultados del examen de embarazo que ya tenía preparada.
—Es hijo de Sebastián. No quiero que mi bebé crezca como un secreto. Si no fuera por ti, ya me habría casado con él hace tiempo, por eso te mandé aquel mensaje. Pensé que me iba a costar más trabajo, pero veo que estás loca por Sebastián.
Me contaba todo esto sonriendo como si ya hubiera ganado. Se había olvidado por completo del odio de aquel mensaje, ahora hasta me hablaba con aire de superioridad.
Eché un vistazo a su panza que apenas se notaba, pero no dije nada. Seguramente creía que yo estaba tan enamorada de Sebastián que era capaz de renunciar a todo por él.
Después de todo, mi padre solo le pidió que me cuidara antes de morir, no que se casara conmigo. Si hubiera sabido desde el principio que Sebastián estaba enamorado, jamás habría aceptado casarme con él.
Así que no podía quedarme callada.
—Él me ocultó lo que tenían para apoderarse de mis acciones, me fue manipulando poco a poco. Yo no rompí nada entre ustedes. Te equivocas.
Sofía hizo un gesto con la mano, sonriendo con aire de superioridad, y me salió con algo que no tenía nada que ver.
—Ya le devolviste a Sebastián la plata de las acciones, y todavía dices que no te gusta. Entre mujeres nos conocemos. En fin, pasado mañana me caso con Sebastián, así que ya no importa lo que pasó.
No quería seguir escuchando su tonito de superioridad y me dirigí hacia la puerta. Pero apenas di un paso, me agarró del brazo y me jaló hacia atrás. Se me fueron las ganas de agradecerle cualquier cosa.
—¡Dejame!
La miré fríamente. Si no fuera porque estaba embarazada, ya la habría empujado.
Pero Sofía actuó como si no me viera y sacó una tarjeta que me metió en la mano.
—Me preocupa que te pase algo si te vas al extranjero sin plata. En esta tarjeta hay veinte mil, toma esta plata y no vuelvas nunca más, ¿está claro?
Respiré hondo, perdiendo la paciencia, y la miré directamente. Cuando vi esa expresión altanera, ¡ya no pude más! Le di una bofetada con todas mis fuerzas.
Sofía gritó. Justo cuando me iba a insultar, vio con el rabillo del ojo que Sebastián venía corriendo, se tapó la cara y se desplomó al suelo inmediatamente.
—¡Sebastián, me duele la panza! ¡Ay, me duele mucho!
Fruncí el ceño, sin entender a qué venía ese drama, hasta que alguien me empujó brutalmente. El golpe fue tan fuerte que, como tenía la maleta en la mano, al caer me lastimé la cintura. El dolor me atravesó y me puse pálida al instante.
Sebastián me ignoró completamente, se agachó y levantó a Sofía en brazos. Mientras se la llevaba, pude ver en su rostro la angustia y desesperación.
En ese momento todo quedó claro: Sebastián también sabía lo del embarazo. Pero eso ya no era asunto mío.
Me levanté como pude, tocándome la cintura dolorida, y bajé las escaleras despacio. Luego tomé el primer taxi que encontré, pero la lesión me hizo perder tiempo y llegué tarde al aeropuerto. Por eso tuve que cambiar el vuelo.
Pero no me desanimé por eso. Después de ponerme pomada antiinflamatoria en la cintura, me cambié al siguiente vuelo y me las arreglé para pasar la noche en el aeropuerto.
Además aproveché para cambiar mi visa de turista por una de larga duración, ya que no pensaba regresar por mucho tiempo.
A la mañana siguiente me sonó el celular justo antes de subir al avión.
—¿Srta. Yolanda Valdez?
—Sí, hablo yo.
—Mire, conseguimos un corazón compatible para usted. ¿Podría venir a Estados Unidos lo antes posible?
Miré el número desconocido, confundida.
—Yo no me anoté en ningún hospital de afuera.
—¿Conoce a Eduardo Valdez?
Se me paró el corazón: —Es mi papá.
—Él nos encargó. Usted tiene un caso complejo y ahora se presentó una oportunidad.
Corté la llamada aturdida, tratando de aguantar las lágrimas. En el último momento, subí al avión y me fui de ahí para siempre.