Terminé de hacer mi equipaje y dejé el anillo de compromiso junto con todos nuestros recuerdos románticos encima del escritorio de Eduardo.
Nuestra casa todavía conservaba toda la decoración nupcial: listones, lirios blancos, servilletas personalizadas que decían "M&E Para siempre". Esa era la felicidad con la que siempre había soñado.
Cuatro años de amor en secreto, ocho años como novios, y apenas nos faltaban tres días para llegar al altar.
Y así fue como me traicionó.
Cuando las lágrimas amenazaron con volver a caer, me forcé a cerrar los ojos. Mientras arrastraba mi equipaje hacia la salida, mi teléfono comenzó a vibrar. Era Eduardo.
“Se me quedó la toalla, ¿podrías llevármela al departamento de Julia? Ya sabes dónde vive, ¿no?”
Sonreí con dolor. Claro que lo sabía.
Todos los meses, él y varios colegas del sector financiero se juntaban en el penthouse de Julia en el Soho, con la excusa de tener una "reunión de trabajo".
Me había invitado en varias ocasiones.
Siempre era lo mismo: los hombres se tiraban en el sillón bebiendo, jugando Texas Hold'em y hablando de negocios, mientras Julia se paseaba frente a ellos con tops que mostraban su abdomen y shorts diminutos. Una vez le comenté que esas reuniones no me agradaban y le pedí que dejara de asistir.
Me respondió con desprecio:
“Mariana, relacionarse socialmente forma parte de mi trabajo. En esas reuniones también cerramos negocios e intercambiamos contactos. Además, no somos hermanos siameses. ¿Acaso enamorarse significa que debemos estar unidos las veinticuatro horas del día? No le des tantas vueltas, Julia es como un “bro” para mí. Somos socios comerciales. Aunque se desnudara delante de mí, no me provocaría nada.”
Ahora, reflexionando sobre aquello, no eran más que palabras dulces para calmarme.
No le contesté el mensaje. Inmediatamente después llegó otro con la dirección del lugar.
Quise eliminar su contacto, pero mis dedos teclearon:
“Entendido.”
Una sensación amarga se apoderó de mi pecho. Quizás... solo quería comprobarlo con mis propios ojos. ¿Cómo atendería a una mujer embarazada ese hombre que ni siquiera era capaz de pelar una manzana?
Sostuve firmemente la bolsa con la toalla y toqué el timbre.
Julia abrió inmediatamente. Como de costumbre, llevaba una blusa ajustada sin mangas y shorts extremadamente cortos. Con una sonrisa radiante, me jaló hacia el interior de forma despreocupada. Antes de que pudiera pronunciar palabra, Julia ya había tomado la bolsa de mis manos.
—Ponte cómoda —dijo con naturalidad—, Eduardo está preparando algo para mí. En un momento cenamos juntos.
El ruido del agua se detuvo.
—¡Julia, pásame la mermelada! —se escuchó la voz perezosa y conocida de Eduardo desde la cocina.
Unos minutos más tarde, salió muy relajado con el pecho descubierto y atractivo, vistiendo unos shorts de casa de tiro bajo.
—Julia, ¿me ayudas a preparar la ensalada? —le pidió.
Julia se estiró en puntas de pie y, sonriendo, le limpió la marca de labial de la comisura de los labios.
—Eduardo, ¿estás seguro de que el que me cuida eres tú y no yo a ti? No olvides que cargo a tu bebé.
Él chasqueó la lengua, fingiendo fastidio, y extendió el brazo para abrazarle la cintura. Pero en ese instante, me descubrió sentada en la esquina sin pronunciar palabra.
Casi inmediatamente, me entregó el tazón con ensalada.
—Julia, mejor no te esfuerces, cocinas fatal. Mi prometida cocina como una chef profesional, ella sí sabe preparar comida de verdad.
¿Prometida?
Qué absurdo. En este departamento, Julia lucía más como su mujer que yo. Después de tanto tiempo juntos, jamás había cocinado algo para mí.
Me puse de pie, esquivando su mano.
—No tengo tiempo para acompañarlos en este teatro. Me marcho.
Él me sujetó la muñeca con fuerza, con el semblante tenso.
—¿Puedes no armar un drama justo ahora?
—¿Yo estoy armando un drama? —Me reí con dolor—. Eduardo, ustedes van a tener un hijo juntos, y ahora están conviviendo. ¿Y aún pretendes que siga fingiendo ser tu prometida?