El reloj marcaba más allá de la medianoche y la casa de la colina parecía sumida en un silencio que pesaba como plomo. No solo por el cansancio general del correr de las semanas, sino por algo más, algo terriblemente doloroso como lo eran las mentiras.
Massimo estaba sentado en el sofá, los codos apoyados en las rodillas, mientras aquella fotografía de Praga seguía todavía fresca en su mente. No había querido enfrentarse a Alba con ello, no aún, porque ella no solo estaba preocupada por sus propios problemas, sino porque no estaba seguro de querer escuchar una respuesta al cien por ciento.
Sin embargo, la duda lo carcomía con cada respiración. El hombre escuchó el sonido de pasos en la escalera; Alba descendía, con el cabello recogido de forma desordenada y los ojos enrojecidos, como si no hubiera logrado dormir.
Él se levantó de inmediato, como si la gravedad lo empujara hacia ella.
—Alba —la llamó en voz baja, intentando no sonar como un interrogador, aunque por dentro lo devoraba l