Alba empleo el tiempo que le dedicó Massimo a los niños para sentarse en el comedor de la casa intentando sentirse un poco mejor pero la verdad es que dolía ver ahora que Massimo en el plan de padre que nunca quiso asumir.
Cuando los niños cerraron los ojos, entró, ajustó la sábana y, al salir, encontró a Massimo en el pasillo, despeinado y con la voz hecha hilo. —¿Ves? —dijo, haciendo un gesto hacia la habitación—. No sé contarlo bien, pero quiero estar cuando lo cuenten ellos. Alba apretó los labios. Quería creerle. Quería. Pero sabía que el querer, con él, nunca había sido suficiente. —No vuelvas a meter a los niños para estar conmigo —dijo en voz baja—. No es justo. —No los meto —replicó, conteniéndose—. Ellos me meten, me jalan, me gritan “papá” y me quiebran en dos. Y yo vengo. —Sigues viniendo por mí —lo desenmascaró ella—nunca antes te interesaron. Él bajó la mirada por