Era la boda de Andrés Castillo y mía. Entre los invitados había gente importante y de renombre; yo no quería ganar fama de esta manera, y mucho menos arruinar la boda con la que mis papás tanto habían soñado.
Le pedí a Andrés que llamara a seguridad y sacaran a Ricardo de ahí.
Aquel breve incidente no estropeó la celebración.
Después de eso, todo transcurrió sin contratiempos hasta que terminó el último paso de la ceremonia. Una vez que despedimos a los invitados, miré a Andrés:
—¿Me das un momento para ocuparme de la situación que se presentó hace rato? Necesito aclarar las cosas con él.
Andrés me demostró una confianza absoluta y asintió sin dudar.
—Claro, ve. Pero cuídate mucho, por favor. Si se complica algo y necesitas ayuda, solo avísame. Aquí voy a estar.
No sé por qué, pero su expresión, de algún modo, me transmitió una enorme sensación de seguridad.
Habían llevado a Ricardo a un cuarto, con un par de guardias vigilándolo. En cuanto me vio llegar, uno de ellos se apresuró a dec