Salvándola

Mientras tanto en la mansión de Antonio, Leonardo Rossi se acomodó en su asiento. Su expresión era calculadora, como si estuviera mirando una joya que ya había comprado.

Antonio extendió un brazo hacia el centro de la sala.

—Que empiece la función — dijo con voz fría.

Mateo llevó a Aurora hasta la tarima. Ella se resistió al subir, pero él le apretó la muñeca con brutalidad y la empujó con fuerza. Aurora trastabilló, pero se mantuvo de pie.

Aurora estaba a punto de entrar en crisis, la imagen que tenía al frente de esos hombres allí sentados observando como si ella fuera un trozo de carne, un trofeo... le ponía la piel de puntas, la ponía completamente nerviosa.

Antonio se posicionó a un lado, tomando un pequeño martillo de madera. Su tono era el de un showman de feria, pero su mirada destilaba veneno.

Mientras el convoy llegó a las cercanías de la mansión, no hubo sigilo. No era necesario. Era una declaración de guerra.

Los primeros disparos tronaron en cuanto los guardias intent
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