Viernes por la noche. Mansión Undurraga.

Me quedo inmóvil en las sombras del descanso, mi mano presionada contra la pared fría. El silencio desde abajo se extiende como un abismo que amenaza con tragarme entera. Cada segundo sin respuesta de Max es una confirmación de mis peores miedos, esos que susurran en la oscuridad.

¿Estás con Lorena porque quieres estar con ella, o porque hay un bebé en camino?

La pregunta de Beatriz resuena en mi cabeza con la precisión de un bisturí. ¿Y si tiene razón? ¿Y si Max solo está aquí por obligación, encadenado a una mujer que ya no ama por un bebé que nunca planeamos?

El silencio se estira hasta volverse filoso. Uno. Dos. Tres segundos. Una eternidad suspendida en el aire viciado de la mansión.

Y entonces, su voz. No es la respuesta que esperaba. Es la aniquilación.

—No lo sé.

El mundo se detiene. No con un estruendo, sino con la quietud absoluta de la muerte. Mi corazón no se para; se hace añicos.

—¿Qué? —la voz de Beatriz es un susurro incrédulo.

—