122. La Llegada de Beatriz
El silencio de la casa no es paz. Es una jaula de terciopelo.

Llevo cinco días en este sofá. Cinco días de reposo absoluto médico. Cinco días contando las grietas del techo mientras Max dirige dos imperios desde el despacho contiguo para vigilarme. Mi mundo se ha reducido a estas cuatro paredes y al latido microscópico dentro de mi vientre.

El timbre suena a las tres de la tarde. El sonido rompe la burbuja de calma artificial que hemos construido. Max aparece en el umbral del salón. Lleva la camisa arremangada y gafas de lectura. Frunce el ceño. —No esperamos a nadie —murmura. El modo "protector" se activa en sus hombros tensos.

Camina hacia la puerta. Escucho el clic de la cerradura. Y luego, voces. Una es alegre, cantarina: Clara. La otra hace que mi estómago se cierre en un puño instantáneo: Beatriz.

—¡Sorpresa! —grita Clara. Su voz rebota en el vestíbulo—. ¡No podíamos esperar más!

Me incorporo en el sofá. El pánico me asalta. Miro mi ropa: pantalones de yoga desgastados, una camis
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