Cap. 34: La cómplice perfecta.
Lisandro trastabilló un paso, sorprendido por la reacción, pero enseguida volvió a acercarse con los ojos inyectados de celos.
—¿Qué pasa, Balmaceda? ¿Te molestó que interrumpiera tu numerito? —escupió con desprecio—. ¿O te fastidia que yo haya sido el primero en tocarla?
Amelia palideció. Iker dio otro paso al frente, con los puños apretados, pero se contuvo al ver los ojos de ella suplicándole silencio.
—No te atrevas —gruñó él—. No te atrevas a hablar de ella como si fuera tuya.
—¿Y tú sí puedes? —Lisandro bufó, fuera de sí—. ¡No tienes idea de quién es Amelia cuando se siente sola! Yo sí. Sé lo que hace cuando nadie la ve. Sé cómo llora y luego sonríe como si nada. ¡Sé cómo busca consuelo aunque le cueste admitirlo!
—¡Ya basta! —gritó ella, con las mejillas encendidas—. ¡No tienes derecho a espiarme, a juzgarme, ni a irrumpir aquí como si fueras el dueño de mi vida!
—¿Ah, no? —Lisandro se burló, con una carcajada amarga—. Pero bien que sabías cómo provocarme. Vienes a trabajar con