Adrien y James O'Sullivan.
No sé en qué momento exacto se grabó esta imagen en mi memoria, pero cada vez que cierro los ojos, vuelvo a aquella tarde gris y lluviosa en la que, sentada de frente a Oliver, debíamos hablar de algo tan simple y tan crucial como los nombres de nuestros futuros gemelos.
Recuerdo claramente el murmullo constante de la lluvia golpeando los cristales de la sala. La penumbra del atardecer se filtraba a través de las cortinas, esbozando sombras sobre las paredes, como si el mundo mismo estuviera en suspenso, esperando mi reflejo. Yo estaba allí, apoyada en mi sillón favorito, aquellas sutiles curvas en mi vientre recordándome la nueva vida que llevaba en mí. Pero en ese entonces, la emoción se mezclaba con una inquietud persistente: Oliver, mi esposo, había sido durante tanto tiempo el frío implacable, distante y siempre envuelto en su propio mundo.
Antes de enterarme de mi embarazo, las palabras de Oliver eran tan precisas y medidas como sus decisiones en la oficina: breves, sin ador