꧁ ISABEL ꧂
Salí del avión con la sensación de que cada paso era un pequeño milagro. Había oído el motor rugir durante horas, había dormido a ratos, con la cabeza apoyada en la ventanilla y apretando la correa de mi bolso como si ese fuera el único ancla que me quedaba. El vuelo Madrid–Nueva York me había parecido eterno y, al mismo tiempo, extrañamente breve: siete, ocho, quizás nueve horas, en las que el miedo, la esperanza y la extraña calma de quien ya no puede retroceder, se comprimieron en mi pecho.
Marco no me dejó sola ni un instante. Había tomado el asiento a mi lado como si mi cuerpo fuera frágil cristal y su presencia, un arnés. Me hablaba en voz baja, con la seguridad de quien ya había visto demasiadas morgues y demasiadas escenas de comisaría en su vida como policía, y eso calmaba más que las promesas que Hugo me había hecho por teléfono. Marco revisó los papeles una y otra vez: la hoja médica con el membrete, la nota consular que hacía referencia a prioridad por maternida