Isabel se quedó un rato mirando la ventana, sin mirar. En su cabeza aún reverberaba la escena que la había presenciado esa tarde, la forma en que Valentina había ocupado el aire, como si el mundo fuera un escenario que ella había comprado por adelantado. No podía quitarse de encima la sensación de que Valentina solo había ido a dejarle claro que Alejandro le pertenecía: lo había reclamado. No con palabras, sino con la certeza de quien se sabe dueña.
Alejandro, por su parte, se había quedado quieto en el centro de esa geometría; no se apartó, no desmontó la ceremonia. Se prestó para esa puesta en escena. Ese enmudecimiento suyo fue la herida: no la humillación externa en sí, sino la aceptación tácita. Isabel lo vio y lo entendió como la sentencia más despiadada: con él, ella no tendría nunca el lugar que merecía. Él elegiría la calma del costado conocido; él elegiría siempre a Valentina.
Esa idea se pegó a Isabel como una etiqueta húmeda. No fue rabia desbocada en el primer instante, s