Epílogo. El perdón es el peor castigo.

Un año y cuatro meses más tarde, en el salón principal de la mansión, Damián se encontraba tumbado sobre una cómoda alfombra de colores vibrantes y textura suave que acariciaba su espalda mientras sostenía a su pequeña rubia de 6 meses en sus brazos. Una sonrisa radiante iluminaba su rostro, sintiéndose más feliz que un pirata después de haber encontrado un gran tesoro.

La bebé, con sus ojos avellanas curiosos y brillantes, estaba absorta en el universo de colores que la rodeaba. Damián dejó que sus dedos tocaran suavemente los piececitos de su bebé, haciéndole cosquillas mientras ella se retorcía de alegría, agitando sus pies al aire y riendo de manera contagiosa.

Después de unos momentos, dejó descansar a la bebé, pero ella quería seguir jugando. Con torpeza, tomó un juguete y lo golpeó accidentalmente en el rostro, lo que la hizo carcajearse.

—Definitivamente, eres igual que tu madre, pequeña gatita—, dijo Damián. La bebé, con sus mejillas regordetas y rosadas, se inclinó hacia él
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