CAPÍTULO 36

El sonido lejano de voces confundidas fue lo primero que Paula escuchó.

Todo le parecía borroso: los murmullos, el roce de la tela, la presión de una mano cálida sobre su frente.

Intentó abrir los ojos, pero la luz la obligó a cerrarlos otra vez.

—Tranquila… —susurró una voz conocida—. Ya estás en casa, hija.

El tono grave y sereno la ancló a la realidad.

Era su padre.

Cuando por fin logró enfocar, reconoció el techo alto y blanco de su habitación.

Las cortinas de lino, el aroma a madera pulida, las lámparas antiguas, el suave murmullo del aire acondicionado… todo seguía igual que siempre.

María, su empleada de confianza, le acomodó una almohada detrás de la espalda antes de alejarse y formarse con los demás empleados en silencio, tras una discreta orden del señor Walker.

—¿Qué… qué hago aquí? —preguntó, llevándose una mano a la cabeza. El mareo la hizo fruncir el ceño.

Rodrigo, de pie junto a la cama, cruzó los brazos con una mezcla de alivio y rabia contenida.

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