CAPÍTULO 6
Mónica Moretti SUEÑO HÚMEDO Las horas pasan y nada culmina mi día. Estoy tan ansiosa de salir y llegar a casa que siento que el tiempo se arrastra. La fluidez de clientes no ha parado desde que inicié mi jornada laboral; el lugar está repleto, lo que significa más trabajo y más propinas para todas nosotras que atendemos las mesas. Me encuentro en el baño. Después de terminar de hacer mis necesidades, lavo mis manos y rostro. -Necesito vacaciones -expresé con cansancio. Tocan la puerta, anunciando que debo apresurarme. Ruedo los ojos con fastidio; puedo reconocer la voz de Betty. Esa mujer es un verdadero fastidio. -¡Ya salgo! -grité, enojada. Siempre es lo mismo con ella; me tiene el ojo puesto. Pero no me dejaré intimidar. Ha buscado motivos para que me despidan, pero ese gusto no se lo voy a dar. Si me voy de aquí, será con la frente en alto. Terminé de secar mi rostro y me dirigí a la puerta. Cuando abrí, me encontré con esa mujer frente a mí y solté un suspiro de fastidio. -Pensaba que nunca saldrías -me dijo con su voz chillona y repugnante. Pasé por su lado, tropezando con su hombro. -Oye, ¿qué te pasa? -me dice, enojada. Pensaba irme y dejarla con la palabra en la boca, pero mi yo interior no me lo permite. Giro mi cuerpo y me planto frente a ella, mirando sus ojos. Podrá ser una jirafa y yo una enana, pero eso no importa; le hablo con firmeza. -Primero, te recuerdo que son cinco minutos los que podemos estar dentro del baño y no llevo ni tres. Segundo, el contrato que firmé no dice que deba ser una esclava. Y tercero y último, según la ley del trabajador, puedo denunciarte por acoso laboral y maltrato al personal de servicio, y te puede ir muy mal -expresé con naturalidad. Me fui dejándola ahí, sin decir ni una sola palabra; ella sabe que tengo razón. Y si piensa que no sé defenderme, está equivocada. Mi ventaja es que sé de leyes, y eso ella no lo sabe. Llegué a mi lugar, esperando mi turno para atender una mesa. Tomé mi libreta y bolígrafo, repasando el espacio: niños con sus papás, parejas de enamorados y un grupo de amigas. Pensé en ella, tenía rato sin saber de su vida, es que con tanto trabajo ni tiempo de vernos. Regresé mi atención al lugar y mis ojos visualizaron una figura masculina. Pestañeé varias veces y la imagen seguía ahí. No lo podía creer: ¡nada más ni nada menos que MARCOS VACILLE! Ese hombre le roba el aliento a cualquiera. No aparté mi vista de él; observé cada movimiento de sus labios y me mordí el labio inferior, imaginando qué tanto podría hacer con esa boca. -Está como quiere el maldito, parece un Adonis -dije para mí. El hombre se ve increíble, pero en persona es aún mejor, en vivo y directo. Me sacan de mi distracción, anunciando que es mi turno de atender la mesa. Las piernas me tiemblan porque voy a pasar a su lado. Quiero que me vea, pero a la vez no; con las fachas que me cargo, ese hombre jamás se fijaría en mí. Pasé a su lado sin mirarme. Él sigue concentrado en lo que hace, su perfume golpea mis fosas nasales. Cierro los ojos cuando respiro hondo, llevándome su aroma varonil conmigo. -¡Señorita, señorita! -me llaman. -¡Ah! Sí, sí, disculpen, ¿qué van a ordenar? -pregunté con pena. Tomé la orden y, al darme la vuelta, me quedé tiesa cuando el hombre se levantó, tomó sus pertenencias y caminó hacia la salida. Me quedé mirando su ancha espalda. Mire un poco más abajo y sus pomposas nalgas mientras caminaba; una subía y otra bajaba. Me dije para mí: «dentro de mí, para ti y para mí». Reí de lo que pensaba. Lo perdí de vista y ni siquiera noté mi presencia detrás de él. Solté el aire retenido y me fui a llevar la orden antes de que me regañen, y esta vez con razón. Me fui pensando en él, y pensé: «Esta noche quiero tenerlo en mis sueños». Tomé un taxi a mi casa y le di la dirección al conductor. Esta vez podía darme el lujo de pagarle cincuenta dólares de propina; para mí, eso es un buenísimo gesto, además, me pagaron mi quincena. Debo hacer milagros con trescientos dólares. Pasada media hora, llegué a casa a las once de la noche. Pagué el taxi antes de bajarme. -Gracias, señor, buenas noches -le dije amablemente. -Buenas noches, señorita. Entré a casa; mis abuelos estaban descansando. Me dirigí a mi habitación. Ya en mi cuarto, tomé un baño rápido con agua caliente, ya que la noche estaba fría. Busqué el pijama de dos piezas, como siempre me visto. No me puse sujetador ni panties. Apagué la luz; solo quedó la de la lámpara y, con los ojos cerrados, me dirigí a mi cama. Entré bajo las sábanas. -Estoy muerta -pronuncié cansada, dejándome llevar por Morfeo. Sentí besos expandiéndose por mi cuello, dejando rastro de saliva en él. Al mismo tiempo, sus manos viajaban, se colaban entre mi piel y el pantalón, bajando un poco más, encontrando mis panties. Se metió entre ellos, llegando a mi centro y tocando mi punto débil. Sus dedos hábiles se movían lentamente, buscando acostumbrarme a ellos. La sensación que despertaba en mi cuerpo era deliciosa. Me dejé hacer con sus manos y boca lo que quisiera. Él elevaba el ritmo; moví mi cadera, estaba mojada. Un dedo entró en mí con suavidad, y mi cabeza se llevó hacia atrás, apoyándome. Mi respiración se agitaba, sentía cómo estiraban mi pezón. Gimoteé, producto del deseo; mi cuerpo ardía, ansiaba ser poseído por esas manos peligrosas que despertaban lujuria y perversión. Mi espalda reposaba en su pecho, no le veía la cara, solo me dejaba llevar por lo que me hacía. Ingresó un dedo más, embistiéndome con ellos una y otra vez. El calor anunciaba que me iba a venir; los movimientos eran más rápidos y certeros. Me desperté con el corazón acelerado, mi pecho subía y bajaba con rapidez, producto del sueño húmedo que acababa de tener. Lo peor de todo: no le vi el rostro.