Capítulo 72. Para siempre.

Maximiliano Delacroix

Después de varias horas de vuelo, llegamos a nuestro destino. Nos estaba esperando un coche que había alquilado días antes para poder movilizarnos en la isla.

El recorrido fue un murmullo de risas y ventanas abiertas. Mía, instalada en el asiento trasero, no dejó de cantar una canción inventada que hablaba de lunas de caramelo y de miel que caía del cielo.

Cada vez que el auto tomaba una curva, alzaba los brazos como si estuviera en una montaña rusa, y su voz se perdía entre el rugido suave del motor y el aroma salado que ya empezaba a filtrarse desde el mar.

Cuando por fin el coche se detuvo frente al hotel, Mía pegó la carita al cristal de la ventana, los ojos como dos monedas de asombro.

—¡Mami, Max, miren! —exclamó, golpeando el vidrio con la punta de los dedos—. ¡El mar tiene brillantina!

Era verdad. El sol del mediodía caía sobre el océano en destellos plateados que parecían salpicar el horizonte de chispas. El hotel, un edificio blanco de balcones de hi
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