Capítulo 70. Donde vayamos, somos tres.
Amy Espinoza
La tarde del domingo nos recibió con una luz color miel que parecía deslizarse por cada esquina de la mansión. El auto apenas se detuvo frente a la escalinata cuando Mía, hecha un torbellino de encaje blanco y trenzas despeinadas, salió disparada hacia nosotros como si hubiera pasado años sin vernos.
—¡Mami, Max! —gritó, con la voz llena de campanitas—. ¡Ya volvieron!
Su risa resonó en el aire, un sonido tan puro que, por un momento, la agotadora jornada de la boda se borró como si nunca hubiera existido. Me agaché para recibirla y, en cuanto sus bracitos rodearon mi cuello, sentí que todo el cansancio se disolvía.
—¡Te extrañé, mi princesa! —susurré, aspirando el olor a champú de manzana que todavía le quedaba en el cabello.
Mía se apartó apenas lo suficiente para mirarme a los ojos, con esa seriedad traviesa que siempre me desarma.
—¿Y? —preguntó, alzando una ceja diminuta—. ¿Dónde está la luna de miel?
Me reí, sorprendida por la pregunta.
—¿La qué?
—¡La luna de miel! —