Capítulo 15. Entre barrotes.

Amy Espinoza

El olor a humedad y café rancio me golpeó apenas crucé la puerta de la comisaría. El aire era espeso, cargado de sudor, papeles viejos y frustración. Mis pasos resonaban en el piso como martillazos de vergüenza, cada eco recordándome que no estaba allí como testigo, sino como delincuente.

El policía que me llevaba no dijo nada; me empujaba con un movimiento seco cada vez que mi cuerpo flaqueaba. Las esposas rozaban mis muñecas y me quemaban, pero no era el dolor físico lo que me hacía tambalear: era el hueco que se había abierto en mi pecho al ver a Mía llevada por desconocidos, sus gritos desgarrando el aire, pidiendo que no la dejara.

El reloj en la pared marcaba las nueve y diez de la mañana, pero el tiempo parecía burlarse de mí, arrastrándose como un castigo eterno.

Me hicieron sentar en una silla de metal frente a un escritorio. La oficial de turno me miró como si ya me hubiera leído en un expediente marcado con rojo.

—Nombre completo —dijo sin levantar demasiado la
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