Capítulo 114. Alas para la cacería

Maximiliano Delacroix

—¡Tráiganme un helicóptero ya! —mi voz tronó en el salón de los Velasco, más fuerte que las sirenas que aún iluminaban las paredes con destellos azules y rojos.

Rodrigo ni siquiera preguntó. Sacó el teléfono satelital y empezó a dar órdenes con la velocidad de un hombre que sabía que cada segundo que perdíamos podía costarnos una vida.

Yo me quedé de pie, el frasco de pastillas todavía marcado en mi memoria, el coche fantasma en la pantalla de la tablet, los rostros tensos de los Velasco. Todo se mezclaba en un torbellino, pero en el centro solo había una cosa: Mía.

Cada segundo que pasaba era un segundo robado.

Me giré hacia Esteban.

—Quiero que un equipo de mis hombres salga en este momento para su apartamento en Los Ángeles.

—Sí, jefe.

La multitud de invitados seguía en el salón, algunos intentando murmurar, otros pegados a sus teléfonos. No me importaba lo que dijeran ni lo que publicaran mañana. Lo único que me importaba era llegar antes de que fuera tarde.

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